Francisco J. Chavanel
Francisco J. CHAVANEL
La noticia la supe ayer nada más terminar el programa. Paco Martín Pons, el mejor amigo que nunca tuve en esta profesión y en la vida en general, había fallecido cuatro meses atrás, justamente por el día de San Juan, sin que la familia avisase a nadie. Lo último que sabía de él es que había sido internado en la residencia Queen Victoria, por Escaleritas, donde ya casi había olvidado todo lo que sabía y ya casi ni distinguía. Me dice una de sus hermanas que un infarto se lo llevó. Fue rápido, fulminante, sin dolor.
En realidad toda la desgracia empezó quince años antes, en pleno Carnaval, donde Paco era un obstinado abanderado, disfrazándose todos los días, comiéndose y bebiéndose el universo de las caretas, de las dobles verdades y las dobles mentiras. Le encantaba el Carnaval. El de Las Palmas de Gran Canaria y el de Tenerife… Un viernes tuvo que ser, fin de semana, Paco se duchó a las tantas de la mañana; le dio un ictus y allí se quedó, desplomado en la ducha, hasta que se supo de él en la mañana del lunes cuando pregunté al no poder localizarle para hablarle del contenido de la sección del día. El mucho tiempo pasado obró en su contra. Se hizo lo que se pudo y más. Vivió cuando se le daba por muerto, pero su vida ya nunca fue la misma. Pronto fue devorado por una lentitud extraordinaria en su movilidad física y en su prodigiosa cabeza. Lo intentó de todas las maneras posibles pero todo fue inútil. La última vez que lo vi me lo dijo: “Así no; me quiero morir” y de repente ya no sabía lo que había dicho ni de los que estaba hablando. Él, que había sido un parlanchín consumado, encadenaba grandes silencios porque nada en su cerebro de cristal se le ocurría. Un agujero negro lo había devorado.
Lo conocí en Radio Popular, con Esteban Morales, en un programa deportivo de mediodía. Luego colaboró en el primer “Punto límite” que dirigí en 1983; siguió conmigo en el segundo “Punto Límite” que dirigí en Radio Canarias, Prensa Canaria, y más tarde, cuando fui nombrado redactor jefe de Canarias7 me lo traje al periódico como retratista de una ciudad que urbanísticamente no sabía a dónde iba. Hoy tampoco. Fue el autor de la primera entrevista al narcotraficante “El Guaca”, meses antes de ser detenido y llevado a “Salto del Negro”, lugar, donde ahora mismo, sigue entrando, saliendo y entrando de nuevo.
Y, por supuesto, ahí estaba, cuando “El espejo canario” tomó vida en 1995 en “Onda Isleña”, con Segundo Almeida de director, estrenando una sección inolvidable y que tantas alegrías nos dio: “La entrevista imposible”, un disparado instante donde muchas cosas se detenían, incluso una masiva audiencia que iba por las carreteras con sus coches y que decidían pararlo en la cuneta para evitar accidentes, y reírse con las ocurrencias y extravagancias de Paco. El guión era muy sencillo. Hablábamos sobre las siete de la mañana, y elegíamos el tema en función de las informaciones del día. Y ya. No había más. Todo lo demás era improvisación. Él se fabricaba sus notas sobre el personaje, y tres horas después aparecía ante la audiencia a pecho descubierto, en directo riguroso, a jugar y bailar con las palabras y con los contenidos irradiando todo lo que le rodeaba de carcajadas y risas asombrosas, haciéndonos felices durante diez minutos. Yo, el primero, pues nada sabía de lo que iba a decir.
Una vez entrevistó a Martes y Trece, que estaban por aquí. Antes de finalizar la entrevista Josema Yuste le dije: “Oye, vete de aquí; déjanos tranquilos, tú estás más loco que nosotros”.
No he conocido a nadie con su vena humorística y conmigo han trabajado los mejores de Canarias. Casi todos ellos necesitaban un guión amarrado que los sostuviera en directo; Paco, no, bastaba con explicarle quién podía ser el personaje y el contexto. A partir de ahí él esculpía el retrato de una situación real que pronto pasaría a ser delirante y caricaturesca. Era un genio que ni pretendía serlo ni le gustaba que se supiera lo que hacía. Si hubiese querido se habría ganado la vida como monologuista, sin duda alguna, pero él se sentía cómodo en el anonimato. Para muchos fue “Ataulfo Argenta”, el alter ego que le descubrí y donde Paco se escondió bajo su caparazón.
Fue un amigo fiel y entrañable. Un tipo de verdad que nunca me falló. Me protegió y yo le protegí. Acogió a mi familia como si fuera la suya, fuimos de vacaciones juntos, y juntos estuvimos noches enteras, hasta el amanecer, arreglando el mundo. Nunca conocí cabeza tan brillante, tan extremadamente divertida, tan excesivo para todo.
Paco nació en La Isleta, que, ya saben, es una zona que imprime carácter. Era un isletero de pro al que le gustaba el pescado de los barquillos, cuando aquello era natural, y todo el ceremonial de ese lugar profundo, cargado de sentimientos y de personajes de verdad, que no se arrugan y le presentan batalla a la vida todos los días. Los que le conocimos aún oímos su risa, y las nuestras con la suya, porque siempre rehuyó de la tristeza, de la soledad, de los malos presagios, y de los peores desastres. Ayer fue para mí un día horribilis, al borde de la depresión, y sintiendo con tristeza interminable la muerte de mi amigo. Pero al mediodía brindé con el mejunje que a él le gustaba, y por la noche me fui a la cama prometiéndome a mí mismo que sólo pensaría en Paco radiante y surrealista, deseándole presenciar sus pirotecnias dialécticas, reconociendo, al fin, que mi amigo Paco Pons no se ha muerto en esta feria de olvidos, sino que está en cualquier sitio reseteando su memoria poniendo el cronómetro en hora. Se nos ha ido un coloso de la información y del humor. Que conquiste y enamore la sonrisa de los dioses.
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