Ansiedad y química

¿Quién iba a confiar en un individuo que se dopaba con medio Orfidal al día y que portaba en su interior una maldición llamada depresión?

Francisco J. Chavanel

Todo esto está durando demasiado. El agotamiento mental nos cerca. Algunos están entregando la cuchara. Es difícil no estar secuestrado por esta paranoia inquietante, círculo vicioso, esperanzas que no se cumplen, un paisaje de guerra cuya devastación produce desconsuelo, la fe que se quiebra, los goces y los amores rutinarios que se van, se escapan y se mueren.

Cada uno de nosotros conoce a un familiar consumido por la pandemia. Tiene un abuelo, una abuela, un padre, una madre, un primo, una prima, un hermano, una hermana, que ha dicho adiós en el trueno de la soledad; que, en el mejor de los casos, no lo ha visto en muchísimo tiempo; que todo el día se pregunta si está haciendo lo correcto, o si lo correcto es saltar todas las fronteras y abrazarse a quien quiere. Somos juguetitos en medio de un complot infernal; ayer me despedí de un amigo y no sabía que era para siempre.

Perdidos en un laberinto, el diputado Íñigo Errejón se sube a la tribuna para hablar de nosotros. Habla de salud mental. Dice que en este estéril momento algo malo crece en la hierba. Se llama trastorno de la voluntad; se llama ansiedad; se llama maltrato; se llama defensa del cuerpo ante una alarma; se llama, claramente, enfermedad.

Hay unas cuantas personas que han desarrollado todo tipo de fobias durante el confinamiento, antes de él, y después. La realidad se transforma en irrealidad. De repente, te sientes indefenso, y de repente tu corazón se acelera. Sientes cómo sube la tensión de tu cuerpo, sientes mareos incluso, y sientes como si te fuera a dar un ataque al corazón. Te tocas el pecho y lo que tocas es un volcán. Te dices a ti mismo que, sin lugar a dudas, lo que viene es un infarto. No sabes cómo escapar a eso. En pleno frenesí, vas al médico y, si te recibe, te dirá que no tienes nada, que son imaginaciones tuyas.

Es posible que alguien te aconseje que la solución está en la química, en los antidepresivos. Poco a poco, te vas haciendo dependiente del Alprazolam, Orfidal, Lorazepam, Diazepam, y otros ansiolíticos. Te familiarizas a vivir con ellos si eres capaz de controlarlos. Otros se animan: no encuentran respuesta a su desgracia y, sencillamente, se quitan de en medio.

Y, en realidad, ¿es una desgracia, o es una respuesta lógica del cuerpo a la presión que siente la mente ante un mundo que te exige estar permanentemente en tensión, montando guardia, cuidando de lo tuyo y de los demás?

Antes de debutar en 1994, yo era el prototipo del éxito. Era el subdirector de Canarias7, un articulista seguido, uno de los fundadores y compositor del grupo de rock de moda, Los Coquillos. Tenía tres hijos estupendos y una mujer que no dejaba de quererme pese a la clase de individuo insatisfecho que ya empezaba a ser. ¿Qué más le podía pedir a la vida? Un año antes había perdido a mi padre, producto de un cáncer de páncreas velocísimo. Fue un cometa y un disparo que, sin embargo, pasó desapercibido para mí. O eso fue lo que intenté. Seguí trabajando como si nada a un ritmo todavía mayor. En ese año del 94 me dolía todo: el alma y el cuerpo. Por más que gritase, nadie escuchaba. Las cosas habían dejado de funcionar de pronto.

Fui a una clínica privada con la esperanza de que me diagnosticaran cualquier mal. Lo deseaba fervientemente. Quería para mí un cáncer, una enfermedad terminal, un principio de infarto, una certificación que amparase el sufrimiento que me devoraba. Era un preso de cosas que no podía controlar. Recuerdo cómo me sentí cuando el médico, después de dos días de exploraciones de todos mis órganos vitales, me dijo: “Está usted sano”. Fue uno de los días más tristes de mi vida. Lo miré con asombro, confuso, un necio vacío en la estupidez cotidiana. No sabía qué hacer. No tenía nada pero por dentro lloraba, y lloraba de verdad, no eran imaginaciones mías. Lloraba de una tristeza infinita, con un dolor sin aposento ni medida, amargado por la ceguera de aquel instante.

Estaba deprimido, tenía estrés, una vergüenza repelente para un ser que siempre había mostrado una gran fortaleza mental… Este es uno de los grandes problemas: el caballero confía en su armadura, cree que su armadura le salvará del mundo y de los mortales, pero la armadura ya hizo su trabajo, ya está rota, destrozada y envilecida…, ese disfraz ya no sirve pero el único que no se percata eres tú.

El trastorno y el desconocimiento me llevaron por los lugares más variopintos: fui a médicos, chamanes, santeros, a cualquiera que pudiera aliviarme. No sé cuántos disparates hice. Sin ningún tipo de diagnóstico por medio, un sacerdote de la medicina me recetó medio Orfidal al día. Sentí repugnancia de mí mismo. En manos de la química, me dije. Juro que me deprimí aún más.

Pensé que lo que me ocurría a mí era algo que debía mantener en secreto para mantenerme vivo socialmente. ¿Quién iba a confiar en un individuo que se dopaba con medio Orfidal al día y que portaba en su interior una maldición llamada depresión? Por lo tanto, era fundamental no comentarlo con nadie. Al margen de la familia, nadie podía saberlo. Lo peor del caso es que tenía razón. Cuando con el paso del tiempo he encontrado a otras personas que consumen ansiolíticos, todas me han confirmado que han sentido en algún momento vergüenza, y que es una información altamente estratégica que no conviene comentarla ni con tus amigos. Si la sociedad te tilda de débil y enfermo, eres material desechable. Desgraciadamente, fue así y todavía sigue siendo así.

A día de hoy, todavía no tengo diagnóstico. Pero sé que lo que tuve fue una depresión y sé que lo que tengo en el fondo de mí es un trastorno depresivo que yo mismo he aprendido a curar, a mantenerlo a raya, a hacerlo un aliado mío. Hoy no consumo medio Orfidal, son muchos medios, pero esas pastillas a mí me dan paz, me relajan, me permiten que descanse mi cuerpo y mi alma, me permiten actuar y responder como un ser “normal”. No estoy contando nada que no se sepa: quiero decir que seguramente muchas de las personas que me están oyendo, o leyendo, pasan o han pasado por situaciones similares. Y también ellos se habrán sentido avergonzados o marginados por el ataque feroz de una sociedad que exige lo mejor de ti todo el tiempo. Y algunos habrán hecho durante la pandemia lo que dice Errejón: han sentido un ataque de pánico y no se han recuperado, se han quedado en la cuneta.

Desde luego, sobra ese grito inhumano y funesto: “Vete al médico”. Ya estamos todos en el médico, no hace falta ir; la enfermedad, en cualquiera de sus caras, nos acompaña de forma cotidiana. Incluso aquellos que se sienten lejos de ella qué poco saben de cómo terminan los delirios encastillados, de cómo terminan las soberbias y las prepotencias, hay veces que no hay química que apacigüe la locura, la inconsciencia y sus consecuencias.

Yo abrazo la química como un adicto. Consciente e inevitablemente. Creo que sé hacer bien mi trabajo y creo honestamente que lo que hago tiene un valor. Ya nada me avergüenza. He aprendido a vivir con mis debilidades porque era la única forma de ganar esta batalla. Y echo de menos que no se enseñe esto, que no se le explique a la gente que nuestra forma de vida lleva consigo muchos riesgos mentales, que vivir es, en sí mismo, un riesgo de colisión. Hay que normalizar la ansiedad, de la misma forma que los ataques de pánico, como las consecuencias del maltrato, como todo aquello que pretenda aniquilarte. Debe haber un espacio para un grito limpio que reivindique lo que realmente es el alma humana: sencilla, frágil, hermosa, resquebrajante. Debemos de dejar de confiar en los fuertes y meditar si la fortaleza está en la debilidad o en los que reconocen sus huellas cuando habitan el mundo. El “fuerte” es el que produce el pánico, es nuestro maltratador, y es el que acelera nuestro corazón. Lo único que sé es que, cuando pude mirarme al espejo y perdonarme, me liberé y me fui para ser otro. Se lo debo a la química.

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