Podemos asalta los cielos

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados el pasado miércoles | TVE

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados el pasado miércoles | TVE

Francisco J. Chavanel

Últimamente, cada vez que el PSOE gana unas elecciones, quienes las pierden son los demás. En las generales de 2019 fuimos a las urnas porque los sabios socialistas, con Iván Redondo y Tezanos a la cabeza, tenían la convicción demoscópica de que, si las planteaban en aquel momento, se desharían de la molesta compañía de Podemos, partido que, conjuntamente con los separatistas catalanes, les impedía sacar adelante los presupuestos.

Lo que sucedió fue lo contrario de lo esperado. Podemos, que estaba en la oposición, pasó a ser socio del Gobierno, y ahí sigue, montándoselo como si fuera un Ejecutivo paralelo, con un pie en los mandos y el otro en la calle, llamando a la insurrección de los antisistema.

Mientras, los gurús socialistas lanzaron al ministro de Sanidad, Salvador Illa, como nuevo líder del centralismo en Cataluña. Ganó pero no se sabe muy bien a qué o a quién. No será presidente; los separatistas, más numerosos, se unirán contra él, lo aburrirán en una legislatura borrascosa donde sólo se hablará de independencia y del derecho a decidir y, por si fuera poco, desde un punto de vista sentimental, y casi ideológico, contarán con el apoyo de En Comú, o sea Podemos, los cuales han sido invitados por ERC a formar parte del nuevo Gobierno.

Esa invitación llama la atención. ¿Son lo mismo los separatistas de Esquerra que los comunistas de Podemos? En teoría, no; sin embargo, han vivido todo un año 2020 en medio de caricias, edredones y sexo sin demasiadas precauciones. Los presupuestos fueron resueltos por Podemos y, en concreto, por Iglesias. La negociación fue conducida por el hoy vicepresidente, tanto con ERC como con Bildu. Sánchez no quería mancharse las manos pero, al no hacerlo, lo que logró fue que Iglesias, el separatismo vasco y catalán, los indultos, la salida de las cárceles de los condenados, el acercamiento a Cataluña, el permitirles hacer campaña electoral se transformasen en entendimiento básico entre ellos: desde el Gobierno central, desde Madrid, hay un vicepresidente que entiende la insurrección. Sabe de qué vamos. Ese señor, Pablo Iglesias, es el dueño de una circunstancia anómala que el socialismo no controla. Ese señor es el amigo de los que desean la derrota de España.

Hasta esa línea han llegado Sánchez y sus inteligentes asesores. Ganando elecciones por la mínima se han metido en la boca del lobo. La otra parte de la estrategia, que más parece ideada por Iglesias que por un presidente socialista, la que tiene que ver con amargarle la existencia al PP, castigarle con el aislamiento, utilizar procesos judiciales para beneficiar a Vox, hundir las raíces democráticas del único partido que le acompañó durante la Transición, estimular los radicalismos de derechas y de izquierdas es ruinosa para un país en la quiebra, sobrecogido por la pandemia, con casi 90.000 muertos a sus espaldas, con la deuda más relevante de toda su historia, con un gobierno dividido y escorado hacia lo visceral, lejos del centro y lejos del sentido común, con una oposición conservadora que es un chiste, y con una oposición, por la parte progresista, que lo asfixia y que no le permite manejarse.

Así están las cosas. El Gobierno de España está cuarteado, roto en varios pedazos, con una capacidad de reacción muy limitada porque sus dos partidos cabeceros se niegan entre sí, conspiran el uno contra el otro; es la diferencia entre la responsabilidad y el gamberrismo. Y dentro del Gobierno, y esa ha sido la elección de Sánchez, lo que hay son unos ministros insolentes conectados con la pulsión de la calle y de las redes sociales que pretenden replicar en Madrid lo mismo que ya hicieron en Barcelona: hacer de sus calles una permanente “kale borroka”, alimentar el caos y la anarquía porque puede que el señor Iglesias haya llegado a la convicción de que jamás asaltará los cielos del poder si no es mediante la violencia y la agitación de las masas.

Cuando cita a los medios de comunicación y expresa como un totalitario su voluntad de domeñarlos a su capricho, lo que está diciendo es que su ambición máxima, la de agarrar el poder, fanatizarlo, convertirlo en una dictadura comunista, no podrá conseguirse ni con estos medios de comunicación ni con unas elecciones democráticas. La solución es la calle.

El asunto del rapero Hasél solo es una excusa. Hasél no pasa de ser un cabeza cuadrada y un destornillado que dice la primera tontería insultante que pasa por su cráneo cromañón. No canta nada que parezca remotamente conciliable con los críticos más duros. Ciscarse en la madre de todo el mundo no es ni cultura ni civilización ni es nada que valga la pena enjaular. En tal caso, resolverlo con una fuerte sanción económica hubiera sido lo más solvente. Por eso, cuando Echenique dice que los que están en la calle son jóvenes antifascistas, hay que reírse a mandíbula batiente. Dudo que Hasél no sea otro fascista, dudo que aquellos que arremeten contra la policía con saña de atormentados por el crack no fuesen, en otro tiempo, las fuerzas de seguridad de los nazis.

No hay nada progresista en esa violencia desatada, ni nada que merezca la pena ser defendido, ni siquiera en nombre de la libertad de expresión más libre. Lo que alienta Podemos es lo peor de las turbamultas, estimula su odio y su resentimiento en un tiempo donde todo lo malo florece, y lo lanza como un cóctel molotov contra el Gobierno del que no se siente partícipe.

Bien. ¿Por qué no lo echa Sánchez cuando está deseándolo? Pues, sencillamente, porque no puede. Porque, si se queda en minoría, puede perder el Gobierno. Porque su estrategia de radicalizarse por la izquierda le ha hecho perder contacto con la derecha. Porque, aunque gana elecciones, no las gana con el suficiente margen para ser libre. Y porque Iglesias sí es un ideólogo y un estratega, mientras que él está en manos de asesores de gabinete que desconocen el valor de la política real en tiempos donde hay que mojarse.

Hasta que Sánchez no eche a Iglesias del Gobierno, España está en manos del separatismo catalán, de un nuevo Lenin con ganas de invadir el Palacio de Invierno, y del voto de los herederos de los etarras. Lo peor de este asunto es que Sánchez está muy solo, su debilidad la ha olido Iglesias y por eso no lo respeta. Va a por él. Con la agraviada Irene Montero de la mano. No sé si hablamos de asuntos de Estado o de asuntos personales, no sé si hablamos de un gobierno o de un estropajo. Estamos presenciando lo nunca visto: la revolución en la calle catapultada por una parte del Gobierno.

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