«El mito»

Francisco J. Chavanel

Hoy volvemos la mirada de nuevo a Cataluña, como si en algún momento desde que finalizara el verano no dejáramos de estar concentrados en esa realidad incómoda y tórrida del separatismo.

No sé qué les pasará a ustedes pero a mí Puigdemont me causa ternura. Es un hombre disfrazado de mito reivindicando una estatua para sí. Es un ser consciente de su trascendencia, de su paso a los libros de Historia, de su cohabitación con los grandes nombres de Cataluña que forjaron una leyenda y una pasión por lo irredento. Lo veo como si se estuviera haciendo mayor de repente. Abre mucho los ojos, como si no se creyera lo que le está pasando. Un día uno es alcalde de Girona, al otro te colocan de matute en una lista electoral al Parlamento, y al tercero, de repente, de manera inopinada, te hacen presidente porque vetan al cabeza de lista los antisistemas.

No era fácil escribir un guión así. No voy a decir que Puigdemont sea Claudio elegido emperador por la guardia pretoriana, hallado en la “escena del crimen” de Tiberio tras las cortinas, pero desde luego es una casualidad del destino. Un “no elegido” que de buenas a primeras ocupa portadas en los principales periódicos del mundo, cuyos pasos son seguidos con anhelo por partidarios y detractores, actor de fantásticas ruedas de prensa en las que no para de dar titulares sabrosos y, a veces, hilarantes…, Puigdemont es el rostro de la revolución catalana. Seguramente ese papel debiera haber caído en Artur Mas, Oriol Junqueras, cualquier miembro docto de la burguesía y de la dirigencia de toda la vida, con contactos entre banqueros y empresarios, las fuerzas vivas que por lo general hacen coincidir tus éxitos y tus fracasos con sus objetivos.

Por eso hoy debemos ocuparnos de Puigdemont. Este desconcertante político que hace cosa de un mes tembló como una hoja sin saber si era conveniente declarar la independencia unilateral o un adelanto electoral, que convenientemente zarandeado por tuiteros amigos, que no dejaron de llamarle “traidor” durante sus horas de dudas, se lanzó finalmente al abismo, y al abrazo del 155, comentó ayer con su verbo florido y académico que España debiera de dejarle participar en la campaña como si tal cosa. O sea, sin que sus huesos terminen en la cárcel como al resto de sus compañeros de viaje.

Ya estamos notando un Puigdemont diferente que se siente diferente al resto de los suyos. Su imagen se proyecta por encima de cualquiera. Comparándose con Companys el mito exige un trato privilegiado: un olvido de sus errores e ilegalidades, una condonación de sus delitos a cambio de “normalidad”. Lo normal para él es que el presidente de Cataluña en un exilio premeditado sea perdonado por el Estado de derecho bajo la promesa de que, a partir de ahora, seguirá haciendo exactamente lo mismo: declarar la independencia unilateral a la menor oportunidad.

Eso le distingue del resto de encarcelados. Todos ellos han asumido, o lo asumirán hoy, las condiciones del 155. Acatarán la ley porque no les queda otro remedio y se comprometerán a no declarar unilateralmente la independencia hasta que no se pacte con el Estado una fecha de referéndum si es que se pacta. Todos ellos, por lo tanto, al igual que lo hiciera la presidenta del Parlamento, Carmen Forcadell, hace unas semanas, quedarán probablemente libres de cárcel a partir de hoy por mandato del Tribunal Supremo que no tiene deseo alguno de crear héroes donde solo hay criaturas utópicas vendedoras de humo.

A su manera el mayor creador de humo de todos es Puigdemont. Pero siempre por encima del bien y del mal. Siempre por encima de las nubes y de Dios. Sus delitos, aunque sean iguales que los de los “Jordis”, Junqueras o Forcadell, deben ser perdonados, pasados por alto… es, al fin y al cabo, el President, el honorable, tocarle a él es como tocar a Cataluña, es un privilegiado que reclama sus privilegios. Estamos ante un individuo en continua práctica onanista, compulsivo y amante de su propia figura, que exige una patria dentro de su propia patria. Al paso que va Puigdemont acabará pidiendo la independencia suya de Cataluña.

Hay una palabra central que merece un comentario en sí misma: “condonación”, antes la utilicé. Puigdemont pide la condonación de sus metidas de pata para moverse por Cataluña sin máscara y sin peluca y así reclamar el voto en los mítines. Pero también el líder del PSC, Miquel Iceta, habla de condonación. Nada menos que del perdón de 50.000 millones de euros de la extraordinaria deuda coleccionada por el despilfarro catalán. Es obvio que Iceta quiere extraer votos de la cuenca minera de ERC y por esa razón se disfraza de nacionalista en celo para crecer por el único lugar donde puede.

Pero el problema es que esta palabra causa furor. Gusta y encandila en todas las comunidades que no hicieron bien sus deberes, que son la mayoría. Ya el presidente de Valencia, Ximo Puig, otro socialista, se apoya en Iceta para demandar la condonación de 20.000 millones de euros de la deuda valenciana. Y es esperable que según vayan pasando los días se unan al coro el resto de comunidades autónomas al grito de “yo también quiero ser condonado”. Han empezado los socialistas, pero seguro que un efecto de simpatía hará hablar de forma parecida a otros líderes de otros partidos. Lo normal es que todo quede en palabras, una promesa electoral sin cobertura en el mundo de la realidad. Montoro no lo permitirá. Montoro es como el policía de los mitos. Se parece a Rajoy en eso.

Montoro y Rajoy son como los protagonistas de “True Detective”, primera parte. Avanzan por tierras cenagosas, desérticas y cargadas de malos presagios, buscando a un asesino en serie, mientras intentan olvidar que en supuestos de asesinatos en serie ellos son los mejores. Nadie mata como ellos.

Por eso cuando veo la carita de Puigdemont, con sus peticiones de “babydreamer” y sus aplausos a la ópera de Donizetti, “El duque de Alba” -emocionándose con la resistencia flamenca a la España imperial en un palco como lo haría un fan de Coldplay- yo lo que veo en realidad es a Bruce Willis dando el coñazo a todo el mundo sin percatarse de que ya está políticamente muerto. En eso, justamente, se parece a Companys. Es lo que suele pasar con los mitos: para serlo tienes que desaparecer del planeta.