«El carnaval de nuestras vidas»

Francisco J. Chavanel

No alcanzo a comprender qué hay de malo en transgredir en el Carnaval. Esa es su esencia. El relato de unos seres humanos demasiados aprisionados en sus deberes durante 355 días al año, que durante diez fechas escasas se despendolan, pasan a ser quienes quieren ser o lo que nunca serán, que se divierten, blasfeman, y dicen y hacen obscenidades sin faltar al prójimo.

Si introducimos al carnaval dentro de la normativa vigente, el pensamiento correcto y los corsés, lo habremos perdido para siempre.

De hecho una parte de su esencia se ha perdido. Las murgas eran la conciencia del ciudadano, el vehículo por el que los pagadores de impuestos criticaban a los serviles amos que se adueñan de nuestra convivencia con sus prebendas y sus discutibles decisiones. Ya no lo son. Apenas divierten, apenas escandalizan, apenas cuentan algo que merezca la pena. Sólo hablan de sí mismas, de su orgullo, de los jurados que se la juraron, de puras pendejadas.

Otra esencia perdida es la Gala de la Reina. Maldito aburrimiento aquel que no nos permite pensar en otra cosa que en cómo salir de ese retrato senil y acomplejado de una fiesta del pueblo… Y en cuanto al pueblo, ¿cuánto tiempo habrá que seguirlo confinando en salas privadas o en plazas no adecuadas, cuánto tiempo tiene que pasar para que la gente, la única protagonista, tome las ciudades de arriba abajo con sus canciones, sus bailes, sus máscaras, sus verdades y sus pasiones?

Cuánto miedo le tenemos a la libertad. Miedo a ser libres, miedo a decirnos las cosas a la cara, miedo a la gente, miedo a los demás, miedo a nosotros mismos.

Por eso, cuando alguien supera el miedo, atraviesa sus murallas, y se asienta, libre, sobre su derecho a desnudarse en Carnaval, hay que acogerlo como una piedra preciosa que brilla con luz propia.

Y eso es lo que tenemos que hacer con Drag Sethlas, un espíritu libre que ha sufrido la persecución de los cristianos en los tiempos en los que los cristianos todavía persiguen a los que no piensan como ellos, olvidadizos de que su religión la construyeron los mártires que entregaron sus vidas a otros imperios.

Piden respeto a sus creencias y es saludable que pidan algo cuando hasta hace poco lo que querían te lo arrebataban.

Siempre con esa maldita exposición pública tan cristiana. Una cosa es lo que hablemos entre nosotros y otra, muy distinta, lo que se dice en la calle. No son muchos, no exageremos, pero detrás de ellos hay un ejército mudo que en realidad desearía que Sethlas recibiera los 40 latigazos de Jesucristo, por maricón, sodomita, por persona demoníaca que acabará sin duda en el infierno, en la hoguera más grande de todas.

Es un debate absurdo que, sin embargo, vuelve cada cierto tiempo. Si Sethlas hubiese criticado el consumismo ciego nada habría pasado; si hubiese criticado a la guardia civil, al Ejército o a la policía municipal o nacional, el silencio se habría adueñado del paisaje; si hubiese cargado contra los políticos y sus múltiples corrupciones todo sería una chanza y una borrachera de risas y carcajadas; si hubiese cargado contra los gordos, los sodomitas, los lisiados, los pobres, las mujeres, los desfavorecidos y lo más débil de la cadena alimenticia, habrían aparecido algunas críticas pero nunca esta locura inquisitoria que pretende, movilizando a la Fiscalía y a los jueces, dejar sin voz la manera de pensar de un… único concursante.

En otro tiempo Sethlas habría acabado liquidado. En la hoguera, a garrote vil, por los brutales golpes de una paliza en un callejón. Hoy los ciudadanos lo protegen; es una señal de civismo, de que los tiempos finalmente han mutado, de que la sociedad sigue yendo muy por delante de los pensamientos tortuosos de aquellos que buscan dominarla.

Puede que el carnaval sea hoy algo plúmbeo, de cartón piedra, carente de imaginación. Pero es el lugar donde todo, absolutamente todo, tiene cabida.

Todo lo diferente tiene cabida. Y todas las diferencias entre diferencias habitan en el mismo espacio y reciben la misma luz. Esto es lo que es la raza humana: una reunión de gente distinta, de tribus distintas, con idiomas y costumbres distintas, estructurados en torno a una idea de civilización y progreso. Todo lo que vale en una civilización probablemente no valga para otra. Todo lo que es una civilización igual es negado en la otra. ¿Quién tiene la razón, dónde está la verdad auténtica?

La respuesta es que no existe una sola verdad, hay muchas verdades, como razas somos, como seres humanos somos; todos somos una verdad para nosotros mismos, y nada es más cierto y sincero que exponer la verdad de cada uno ante los demás con el deseo de ser respetado y entendido.

Eso es el Carnaval. Y eso es lo que debiera ser la vida diariamente. Sethlas nos recuerda con su coherencia el material del que realmente estamos hechos los seres humanos. En Carnaval y durante toda la existencia.