«4.000 muertos»

Helena Maleno

Helena Maleno

Francisco J. Chavanel

El relato de la presidenta de la ONG Caminando Fronteras, Helena Maleno, te deja frío, pero no con la frialdad de quien te importa algo nada o casi nada, es la frialdad del espanto lo que te queda en el cuerpo, ese tipo de gelidez que sientes cuando vas a dejar de sentir, cuando caes sobre un mar de hielo y miles de cuchillos atraviesan tu cuerpo.

Y tampoco es su relato personal, sus vivencias en Marruecos, el acoso del gobierno alauita a ella y a su familia, los dos intentos que sufrió de asesinato, vivir sobre el alambre todo el tiempo por decir lo que piensas, y, al final, no elegir callarte. La gente ya no se fabrica así. No hay tanta desesperación, injusticia, desaliento, oprobio, desnudez, ataque a lo más íntimo en Occidente para moverte de forma determinista por el mundo. Dando la impresión de que todo te da lo mismo, vivir o morir, que incluso el chantaje te haga más fuerte, que la posibilidad de que puedan matar a tus padres o a tus hijos no te acobarden y quieras huir. O algo más insólito: sentir el miedo en su crudeza, llorar por tus padres y tus hijos antes de que intenten matarles, y tú mantenerte en tu sitio y seguir enfrentándote a quienes pretenden anularte y encarcelarte. Más compromiso no cabe.

Esa es la estirpe de Helena Maleno y por eso merece toda nuestra admiración.

Hablamos con ella ayer sobre los números facilitados por su gente de la ONG acerca de la cantidad de muertos imputados a la denominada ruta canaria de migración. Los que salen de Senegal, de Dajla, de Mauritania, de Marruecos, de Gambia. Los que salen pagando una factura innoble de 3.000 euros, que se lo buscan ellos como pueden, o se los buscan sus familias, absolutamente conscientes de que cualquier riesgo vale la pena con tal de salir de ciertos sitios de África. Por las guerras, por los enfrentamientos tribales, porque el hambre mata tanto como los conflictos bélicos. Las madres se despiden de sus hijos conscientes de que tal vez fallezcan en el intento, sin llegar a Europa, hundidos en mitad del océano, siendo comida de peces…, eso, con toda su carga de amargura, es mejor que verlos envejecer prematuramente, o mejor que morir en vida.

Durante el año 2021, según cifras oficiales, llegaron a Canarias unos 22.000 migrantes desde el continente africano. Si alguien está pensando que esos negritos se quedan aquí, comen de los presupuestos de aquí, y que su comida se la quita a algún blanquito de aquí, que se vaya olvidando. De los 22.000 quedan en las Islas unos 3.500, y a esos hay que sumar unos 2.000 migrantes menores que la ley obliga a que se queden en el lugar de origen hasta que alcancen la mayoría de edad. Si les parecen muchos 2.000 hable usted con el Estado que es quien propicia este tipo de mezquindades.

A lo que voy. Llegaron 22.000 y murieron 4.000, según la ONG “Caminando Fronteras”. La cifra les sale de la siguiente manera. Tienen un teléfono operativo desde 2007 que es especial y exclusivo para recibir llamadas de embarcaciones de migrantes en alta mar. Son llamadas de socorro, de cuando las cosas van mal de verdad, y pueden ir mal por unos cuantos motivos: porque se han perdido, porque el radar no funciona, porque el barco está construido con tan pésimos materiales que de repente se ha abierto un agujero mortal entre las tablas que cubre su suelo y, sobre todo, porque el Atlántico es un océano bravo, de los que se menean y embisten con la fuerza de sus olas hasta empujarte a lo más profundo. Debe de ser una experiencia aterradora.

El segundo contacto son las familias. Ya son veinte años de trabajo, por lo que son veinte años de haber peinado las zonas muchas veces. De conocer a todo el mundo. Desde los pueblos más pequeñitos a las ciudades más importantes. Saben que eres el contacto de su meta. Te van a llamar sí o sí para contarte quiénes son los que van de la aldea, quiénes son sus padres, sus hermanos, y cuáles sus contactos. Te llaman al principio y te llaman cuando todo termina. Te llaman cuando la ilusión y el miedo los desborda, y te llaman durante la travesía, y a su conclusión, para brindar con agua a lo mejor, para saber si el chico o la chica, o los niños enanitos, han llegado bien y tienen una oportunidad para seguir sobreviviendo. Te lo van a contar y tú sólo tienes que anotar cuántos llegaron, cuántos se quedaron por el camino, nombre a nombre, verso a verso.

4.000 en un año es una cifra escandalosa. Igual no son 4.000, igual son 5.000 o alguno más. Si el radar no falla hay que partir de 4.000 muertos, personas muy jóvenes, que se dirigían a Canarias creyendo que alcanzaban la puerta de Europa.

Si miramos hacia atrás nos mareamos. Desde que esta ruta suicida se puso en marcha, ¿cuántos han muerto? ¿20.000, 30.000, quien lo sabe? ¿Cómo desmantelamos esta vergüenza? ¿Poniéndonos de acuerdo con tantos gobiernos que no están en guerra entre sí pero que lo parecen? ¿Con los que utilizan a migrantes de forma tan permanente como inmisericorde para sus objetivos políticos? ¿Con los qué están detrás de las mafias para cobrarles una sabrosa comisión y asegurarles que el camino de la ilegalidad es el correcto? ¿Con los gobiernos que les dicen a las mafias: gracias, adelante, hagan lo que hagan, yo les voy a proteger? ¿Con los gobiernos que meten a sus jóvenes parados en cayucos que no van a aguantar en el mar ni un día completo? ¿Es posible que toda esta desgracia pueda mover cantidades por encima de los mil millones de euros? ¿Me quedo corto?

Helena Maleno te deja jodidamente frío. Cuando hablas con ella sólo tienes que callar. Es el silencio de los cementerios lo que trae este frío helado e inoportuno de gente que no sabe que sobra en Occidente. La calma es infinita en esta plaza occidental donde se vende libertad, justicia, igualdad.

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