«Menores delincuentes: ¿nacen o se hacen?»

Comentario inicial de Marian Álvarez

La juez tenía que preguntarle si estaba yendo al instituto, como era además preceptivo en su caso ya que debía cumplir unas medidas judiciales correctoras ante un comportamiento incorrecto.

– ¿Qué estudias?, le preguntó.

– Electricidad, contestó el adolescente. Bueno, era lo que había, lo que creyeron que me iba mejor

– Y qué pasa ¿no te gusta?

– Bueno, no mucho. Pero es que además soy daltónico.

No, no, no se trata de un monólogo del Club de la Comedia. No se trata del guion de una película de los Hermanos Marx, ni de una escena rescatada de la mítica serie norteamericana Juzgado de Guardia.

Esta escena es real, y se ha producido en un Jugado de Menores de Las Palmas de Gran Canaria donde se evaluaban las medidas correctas impuestas en virtud de la aplicación de la Ley de Responsabilidad Penal del Menor.

¿Cómo creen que podría acabar esta historia?

Ayer me comprometí a que, en otro momento, plantearía mis cuitas en torno a la situación de los menores que cumplen medidas judiciales, a esos que cariñosamente llamo los pequeños delincuentes. En ocasiones, esos pequeños delincuentes, de entre 14 y 18 años, a los que la Ley reconoce su responsabilidad penal, suelen tener en común su paso por el sistema de Protección para menores en situación de desamparo, esos centros/pisos/casas/hogares o como quieran llamarlos a los que también nos referíamos ayer.

La delincuencia no es una marca genética, no hay una predisposición hereditaria a la querencia por lo ajeno o a las conductas violentas. El ser humano no es por naturaleza una raza potencialmente peligrosa, salvo en el caso de determinadas enfermedades mentales no bien diagnosticadas y tratadas. No se nace con el perfil de un delincuente, pero el entorno en el que se nace, las experiencias que se viven, las conductas que se imitan y se aprenden, se encargan de ir condicionando, permeando la personalidad. Todo se aprende. Nadie elige la familia en la que nace, ni las circunstancias de su llegada a este mundo, tampoco ellos. Y con esto no pretendo correr un tupido velo sobre la responsabilidad que tiene cada individuo, en este caso adolescentes. Aunque hayan tenido experiencias duras, van teniendo consciencia de que pueden decidir y por tanto que deberán pagar las consecuencias de sus decisiones. Pero no olvidemos que ellos son el reflejo del mundo adulto. No se trata tampoco de criminalizar a los padres que no saben o no pueden, que los hay. Sólo a aquellos que no quieren, que también los hay.

Pero ya saben que mi planteamiento al respecto parte de la base de que todos, la sociedad en su conjunto, somos responsables del fracaso social que implica la atención a los menores. Lo son las administraciones, las garantes en primer término, pero lo somos también todos los demás, que aunque observemos situaciones anormales en nuestro entorno cercano cerramos los ojos, la mente, la consciencia. No queremos saber. No queremos problemas.

En el caso de la violencia de género, va calando el mensaje de que la protección a las mujeres víctimas es tarea de todos. Por suerte, cada día más, el maltrato a la mujer deja de ser una cuestión íntima, personal, y se convierte en un problema de la sociedad. Cada día estamos más concienciados de que si sospechamos que algo no va bien en el domicilio de al lado, debemos coger el teléfono y denunciar. Pero ¿tenemos la misma conciencia cuando se trata de proteger a la infancia? Podemos tener la sospecha de que determinas familias, por las razones que sean, no están cumpliendo con sus obligaciones de progenitores, pero no se nos pasa por la cabeza intervenir, hacer una llamada a los servicios sociales, porque eso supone meternos en problemas. Y, sin embargo, esa llamada a tiempo puede suponer un antes y un después para la vida de ese menor. Los menores, los niños y las niñas, son una responsabilidad de todos nosotros. La defensa y protección de la infancia, de esos que además serán el futuro, es una responsabilidad de todos y de todas.

La máxima de más vale prevenir no es aplicable sólo al ámbito sanitario. También lo es en lo social. Y si en nuestra apreciación nos hemos equivocado, y se determina que todo va bien en ese entorno, no pasa nada.  En otras sociedades europeas lo terrible es mirar para otro lado. Haberse equivocado es lo más normal del mundo.

Una llamada a tiempo puede permitir que se corrijan las conductas, que se adopten medidas en el seno del hogar que eviten ulteriores consecuencias.

Pero entiendo que para que esa conciencia social se desarrolle, para que todos y todas asumamos nuestra responsabilidad, debemos tener un sistema de Protección en el que confiar. Estar convencidos de que no será peor el remedio que la enfermedad.

Ya conocen también mis grandes dudas sobre este sistema de Protección al que nunca le salen las cuentas para garantizar el bienestar de los niños que no tienen a nadie más. La ruptura de los vínculos afectivos de los menores que pasan por este sistema es una de las principales causas de sus posteriores conductas disruptivas. No tienen referentes. Primero, el desarraigo familiar. Después, de casa de acogida en casa de acogida, se rompen también los vínculos que hayan podido establecer con sus cuidadores. Su existencia se desarrolla en precario, apenas con lo puesto. Y van llenando su mochila de frustración personal, de baja autoestima. Son vulnerables e influenciables. Miran al futuro y observan que en apenas unos años, con la mayoría de edad, se verán en la calle, sin una alternativa de techo, cama y comida, sin capacitación, sin facilidades, sin oportunidad. ¿Les extraña que se dediquen a robar? A mí, no.

La mayor parte de los menores acogidos en centros, especialmente vulnerables, que terminan delinquiendo, cumplen condenas por delitos relacionados con el patrimonio, hechos ausentes de violencia. Según recoge la memoria de la Fiscalía, los casos más graves, los que despiertan nuestra alarma y generan  grandes titulares, son los menos. Tienen que aprender, sí, pero no son tan malos. Sería muy fácil reconducir esas conductas y lograr objetivos con ellos. Sería, si, en condicional. Lo sería si la administración contase con los medios y recursos que son de aplicación en virtud de la Ley de Responsabilidad del Menor. Pero cuando los jueces quieren dictar sus sentencias, se encuentran con que los recursos son insuficientes o simplemente no existen. No hay dinero para determinadas medidas educativas, para talleres formativos, para actividades deportivas. Para esas alternativas que les permitan salir del círculo vicioso. Y en el mejor de los casos, lo que hay es una lista de espera de seis meses. Si no pueden seguir los programas que los técnicos especialistas consideran que podría ayudarles a alejarse del riesgo ¿qué creen que pasará después? La intensidad o frecuencia de los delitos irá en aumento. Y entonces se decretarán medida de privación de libertad. Y mandaremos a nuestros medianos delincuentes a centros como La Montañeta, como Valle Tabares, o como Mesa Ponte, que tampoco cumplen las condiciones que exige la Ley y donde tampoco van a dar respuesta a sus necesidades. Es más, puede que se vean condenados a un entorno de mayor violencia donde pueden arder los colchones o, quién sabe, si como se juzga ahora en Tenerife, se usan medidas prohibidas como la inmovilización mediante correas psiquiátricas.

¿Y después? ¿Qué pasará después? ¿De quién será la culpa? Sí, la responsabilidad será de ellos. Pero ¿y la culpa? ¿de quién es la culpa? Lo es de todos nosotros. Lo es de la Administración que los desarraiga, los empuja, los condena, los maltrata y no les da alternativas. Pero también es nuestra porque ante esa injusticia nos callamos, nos resignamos. Al fin y al cabo no son nuestros hijos. La culpa será de la pérdida de valores que sufrimos como sociedad.

Cuando yo era pequeña éramos hijos de la comunidad. Siempre había un padre pendiente, aunque no fuera el tuyo. Y entre todos se educaba, en comunidad. ¿Qué ha pasado? ¿Cuántos padres y madres creen y actúan hoy como si la educación fuera una responsabilidad de la escuela y no de la familia? Las conductas disruptivas no son exclusivas de los niños sin familia y sin recursos criados en centros de acogida. Si en esos entornos las faltas o delitos más habituales de los menores pasan por la apropiación de lo ajeno, en el seno de las familias normales, entre comillas, se suceden los casos de abusos, de violencia, de maltrato a los progenitores, de acoso escolar. ¿Cuál es la principal causa del ‘síndrome del emperador’, de los casos de esos pequeños tiranos que terminan imponiendo su voluntad, incluso a la fuerza? El origen no es otro que la falta de valores. Recuerden el Catálogo del juez de menores de Granada, Emilio Calatayud. Las diez claves para convertir a nuestros hijos en delincuentes.

Nadie dice que sea un problema con fácil solución, con un abordaje sencillo. Pero es un problema social y, como tal, implica a toda la comunidad. Como suele ocurrir cuando la responsabilidad es colectiva, la culpa se diluye. Pero no por no querer verlo deja de existir. No por mirar a otro lado se va a desintegrar. Esto nos define como sociedad.